domingo, 3 de abril de 2022

En Busca del Arbol Madre

Con en Busca del Arbol Madre, de Suzanne Simard, pasó lo de siempre. Si un libro no llega de una forma, llega de otra, pero encuentra su camino para que lo lea y haga algo con él. Recuerdo haberlo encontrado en Amazon, en inglés, durante una cuarentena del año pasado, pero quedó en una wishlist que nunca llegué a ordenar.  Cuando este verano partí con mi canasto recolector a la Bros de la esquina de mi casa, apareció, traducido. Como si hubiera sabido cuándo sería su momento, comencé a leerlo en camino a uno de los bosques más lindos que he visitado en mi vida. Un bosque húmedo, oscuro y selvático, salpicado de árboles antiguos que vigilan y protegen toda la vida qué existe a su alrededor.

Quizás porque las mujeres tendemos a ser menos compartimentalizadas mentalmente, pocas veces separamos el trabajo del resto de la vida. Solemos mezclarlo todo y entonces mientras trabajamos también hacemos en nuestra cabeza la lista del supermercado.  Tal vez sea porque aún a pesar de los tiempos actuales, las mujeres profesionales con hijos suelen estar a cargo de los niños, por lo que nunca separan su conciencia de trabajadora de la de madre.  Pero aún sin hijos, o con los hijos más autosuficientes, como es mi caso, y post-pandemia, trabajo y vida personal se superponen, con todo lo bueno y lo malo de la majamama.  En este libro se ve eso.  La vida de científica de la autora aparece totalmente entrelazada con los sueños e hitos de su vida personal de una manera conmovedora y absolutamente inspiradora. 

Suzanne Simard desciende de una familia de leñadores de la Columbia Británica en Canada. Por generaciones su familia vivió de cortar árboles antiguos y vender su madera. Lo hacían a fuerza humana y por ello a escalas sostenibles, según una mezcla de observación empírica, tradición oral e influencia de pueblos originarios que vivieron entrelazados con el entorno natural.  Fiel a su linaje, Simard estudió silvicultura y comenzó a trabajar en la industria maderera hasta que su ADN entró en conflicto con las prácticas forestales estatales: la tala total de paños enormes de bosques, el uso brutal de herbicidas y la filosofía de la competencia como fundamento del monocultivo de especies de crecimiento rápido.  Simard sabía que ese no era el camino y optó por salirse del juego, pensando que sus intuiciones, confirmadas por sus progresivos hallazgos y sus experimentos de resultados casi incuestionables, le permitirían dar vuelta las prácticas de la industria. El libro narra entonces como emprendió un camino de vida consagrado al bosque y montaña arriba, literalmente, para hacerse oir entre las ansias del estado por las ganancias de la explotación de especies de crecimiento rápido a escala industrial, los intereses corporativos de forestales y agroquímicas y el desprecio a sus méritos por ser una mujer joven y atractiva.  La autora nos muestra al bosque no como un mero conjunto de árboles, sino como un ser vivo complejo, un sistema interconectado de vida por donde transitan no solo elementos químicos, sino también la sabiduría qué acumulan los árboles ancianos y traspasan a los más jóvenes, día a día, pero en especial, cuando se dan cuenta que están cerca de morir. "El bosque está conectado para saber, para sentir y para curar. Este no es un libro sobre cómo podemos salvar a los árboles, sino como ellos pueden salvarnos a nosotros." Recordé mi tristeza al volver a Yosemite 15 años después de la primera visita y encontrar el valle salpicado de pinos muertos, víctimas del escarabajo de la madera. Me consuela haber aprendido en este libro que esos pinos enviaron ayuda a sus parientes y a otros árboles de su comunidad cercana antes de morir y que gracias a ellos no han muerto ni morirán todos.

Siempre me fascinaron los árboles. De chica, en mi jardín había tres abedules. Eran mi bosque propio. Paseaba entre ellos, arrancándoles la corteza blanca delgada qué se les soltaba, y cuando sus semillas alargadas ya estaban secas, las apretaba entre mis dedos para dejarlas volar y caer al pasto.  Un día, los atacó una enfermedad y mi papá los tuvo que cortar. Sentí una pena inmensa. De más grande, descubrí que el Olivo de Bohemia era un lugar fantástico para subirse a contemplar la vida en esos dias de ocio y sol de las vacaciones de invierno. En la casa de mi abuela había un enorme Abeto en el extremo norte del largo jardín. Había sido un pino de Navidad y alrededor suyo dábamos la vuelta en nuestras carreras en bicicleta. Vagué toda mi adolescencia por la cancha de golf del Sport Frances, esquivando pelotas asesinas entre los troncos de los árboles más grandes. En su mayoría eran Pinos, Castaños, Cedros, Abetos, Eucaliptus y Redwoods. Alrededor de las acequias que llevaban el agua a las lagunas había sauces grandes, que le daban a la cancha un aire de campo. Había también había un enorme Nogal, hasta el cual corríamos en las actividades de verano. Y en el pequeño cerro que había al interior del club había Almendros y Manzanos de donde sacábamos manzanas ácidas que comíamos cuando salíamos a jugar temprano en las mañanas. Un año, al terminar el verano, decidí recolectar tesoros de ese mundo y ponerlos en un frasco de vidrio verde con una tapa de corcho.  Adentro había castañas, almendras, semillas de Eucaliptus, palitos, piedras, hongos secos, plumas y hojitas lindas.  Ese frasco me acompañó por muchos años. Lo llevé a los diferentes lugares donde viví y trabajé. A veces lo tomaba y lo giraba contemplando todo lo que estaba adentro. Otras veces lo abría y olía el aroma del Eucaliptus que aun sobrevivía.  Fue mi cable al Bosque cuando estaba atrapada por todo a mi alrededor.

Al final, todo está entrelazado. Formamos parte de familias, comunidades y de la Tierra misma. Mirar a la Naturaleza como un otro es un error garrafal que nos está costando la vida.  Mientras persista esa visión seguirán ocurriendo brutalidades ambientales. Cerca del final de su libro, Suzanne Simard mira atrás. "De algún modo con mis cuadrados latinos y mis diseños factoriales, con mis isótopos y mis espectrómetros de masa y con mi formación que me llevaba a tener en cuenta únicamente lo que superaba la clara línea de la diferencia estadísticamente significativa, he cerrado el círculo y he ido a dar con algunos ideales indígenas, como que la diversidad es importante y que todo el universo está conectado: los bosques y las praderas, la tierra y el agua, los espíritus y los vivos, las personas y el resto de las criaturas."


viernes, 18 de marzo de 2022

La Historia del Más

 

Hope Jahren es la autora de La Memoria Secreta de Las Hojas, un libro hermoso sobre el cual escribí hace un tiempo aqui.  Este segundo libro, llamado The Story of More, es su visión sobre las causas del cambio climático y sobre cómo se puede remediar.  Esto último es interesante, porque Hope Jahren carece del alarmismo fanático apocalíptico de otros autores y personajes. Es una mirada científica, documentada y realista, pero también optimista, si puede existir algo así con respecto al cambio climático hoy. Eso sí, si uno espera la emotividad del primer libro, este no la tiene. Lo que sucede es que no es una autobiografía como el primero y si bien inserta vivencias y recuerdos propios, no es un libro personal, sino uno qué explica cómo llegamos al punto en qué estamos como civilización en nuestra relación con la Tierra. Hope Jahren nos lleva de la mano por un recorrido histórico - y lo suficientemente dramático - para que apreciemos cómo el ansia de la humanidad por más, la ha llevado a la explotación, la manipulación y el agotamiento de los recursos naturales y a la contaminación del ambiente que nos rodea a nosotros y a todos los demás habitantes de la Tierra.

Cuando yo era chica, me parecía qué las plantaciones de pinos eran hermosos bosques. Igual que los cerros del camino al sur cubiertos de eucaliptus.  Sólo cuando conocí verdaderos bosques, llenos de vida entrelazada comprendí la diferencia.  Reconozco que a veces me frustra que las hortalizas de mi huerto no siempre se parezcan a las del supermercado.  Qué mis lechugas sean más flacas y mis tomates más deformes.  Que mis plantas se enfermen.  Pero, resulta que yo no uso semillas alteradas genéticamente ni pesticidas ni desmalezadores asesinos.   

Por mucho tiempo pensé que era fantástico tener una industria salmonera que nos permitiera comer ese exquisito pescado, pero cuando comencé a trabajar en el mundo ambiental supe de la devastación y la muerte que deja tras de sí.  Hoy me angustia ver las costas de Chiloé repletas de desechos de la industria de los productos del mar.  A qué precio comemos lo que comemos.  La primera vez que oí hablar de la acidificación de los océanos fue en una conferencia de conservación en California. En ese momento me pareció algo seguramente lamentable, pero cuyas implicancias tangibles no alcanzaba a ver.  Hasta que unos días después, paseando por Stinson Beach, vi unos afiches que explicaban lo que le sucede a la vida marina con la absorción del CO2 del aire.  En pocas palabras, el agua cambia de ph y afecta gravemente a todo lo que vive en los primeros 100 metros de profundidad, con especial daño a los organismos que tienen esqueletos y conchas.  Los debilita y desvanece.  Al desaparecer ellos, desaparece lo que se alimenta de ellos.  Y así sucesivamente.  Todavía no estamos en ese lugar, pero la acidificación aumenta a un ritmo sin precedentes.  

Vale la pena leer este libro.  Hay demasiadas cosas que no sabemos.  Hay demasiadas cosas sobre las que estamos equivocados.  Hay demasiados cuentos que nos han contado.  Y sí, somos el malo de la película y tenemos qué saberlo.  


domingo, 14 de noviembre de 2021

Los Cuentos del Guardabosques

Guarda Bosque es el que guarda, literalmente, y cuida el bosque.  De chica amaba Las Fábulas del Verde Bosque, con sus hermosos dibujos de animales, árboles y flores.  Amaba también la cabaña del Ranger Smith, el guardaparques del Oso Yogui. Esa de troncos, con sillas en el porche y con chimenea de piedra.  Por eso quiero la mía en un bosque de coigües y lengas.  

Hace unos años llegué a California, donde me esperaba un regalo hermoso: The Hidden Life of Trees, de Peter Wohlleben. Más allá de los títulos académicos y técnicos, Wohlleben es un contador de cuentos.  Observa, busca tesoros y devela misterios, para compartirlos con la gente común y corriente.  Es un bestseller, cuyos libros se editan, curiosamente, en una categoría llamada Espiritualidad y Vida Interior, de Ediciones Obelisco.  Como el mismo dice, al parecer su estilo narrativo es considerado poco científico, a pesar que todo lo que escribe se basa en hechos y en datos comprobables.  No descarto que los científicos que no pueden desprenderse de su personaje en delantal blanco sean quienes le tiran tomates de pura envidia.  A mí poco me importa su categorización porque el Señor Guardabosques escribe exactamente como a mí me gusta aprender: relacionando hechos, buscando en la historia, indagando en la ciencia y mezclándolo todo.  Se me imagina como uno de esos  antiguos naturalistas que recolectaban datos y los iban anotando y compartiendo, en esos tiempos en que no era necesario ser un especialista ni un erudito ni un doctor para hablar de un tema con propiedad. 

Cuando leo a Wohlleben, veo a un hombre que puede dedicarse con calma a su oficio, desde una casa calentita y con todo lo que necesita.  Puede mantener a una familia con él, en el bosque que guarda.  Y me puse a pensar.  Hace más de veinte años pisé por primera vez un Parque Nacional chileno: el maravilloso Conguillío. Acampé en Captrén, el camping más lindo que tuvo el parque alguna vez.  No había ducha y el baño era obviamente una letrina con una llave de agua gélida.  A quién podría importarle, cuando te dormías y amanecías en medio de un bosque de Araucarias y a metros de una laguna llena de árboles fantasmas, sepultados en el agua.  Cuando vi las instalaciones para los guardaparques me llamó la atención su sencillez.  Por no decir pobreza.  Unos días después acampé en el Parque Nacional Huerquehue, otro de mis favoritos de la vida, donde la infraestructura de los guardaparques era aún más precaria que la de los de Conguillío.  Bastó cruzar la cordillera para morir aún más.  Las casas de los guardaparques que vi eran lindas, de piedra y madera, con chimeneas, acogedoras, para pasar esos inviernos nevados y oscuros en la montaña.  Sentí pena e impotencia por nuestros guardaparques, Esos hombres - y ahora también- mujeres, que se hacen cargo de nuestros tesoros naturales por puro amor a ellos.  En los años siguientes he seguido siempre visitando parques nacionales, chilenos y extranjeros.  Hay mejoras en los nuestros, pero falta mucho todavía.

Después de The Hidden Life of Trees leí La Vida Interior de los Animales, un libro muy lindo en que narra historias de animales de granja y del bosque.  Historias sobre amor maternal, valentía, gratitud, engaño, vergüenza, tristeza, luto, juego.  Hace poco terminé El Vínculo Secreto entre el Hombre y la Naturaleza, su último libro.  En él cuenta diferentes historias, todas entrelazadas por el cómo nos estamos relacionado (o no relacionando) como especie, con la Naturaleza.  Wollheben dice que si vamos más al bosque podríamos recuperar capacidades de nuestros sentidos que están dormidas.  El piensa que como humanos no hemos perdido las habilidades que traemos en los genes para relacionarnos con el bosque.  Varios capítulos de su último libro tratan sobre eso.  Habla sobre la fascinación del hombre por el fuego y como hay estudios que parecerían demostrar que en algún momento los humanos mutamos genéticamente para que el humo que respiramos por siglos de siglos no nos hiciera tanto daño.  De Wohlleben aprendí con desilusión total que en Europa no quedan bosques vírgenes; que sobreviven muy pocos árboles realmente antiguos, es decir, de quinientos o más años, no podía creerlo.  Es decir, uno sabe qué las Islas Británicas estaban llenas de bosques, así como otras zonas qué hoy se parecen a nuestro paisaje patagónico, pero que esos hermosos bosques de Hayas, Abedules y coníferas que uno ve cuando viaja en tren por Europa sean bosques jóvenes, no lo sabía.  Pensé en lo afortunados que somos. No sólo tenemos bosques milenarios de verdad, árboles como el Alerce Milenario del Parque Nacional Alerce Andino o la Araucaria Madre del Conguillío, sino que además muchos gozan de protección pública o privada que garantiza que no serán tocados.

A mí me gustaría que tuviéramos guardabosques cuentacuentos en Chile.  Cuentos e historias deben haber por miles.  Personas apasionadas, dedicadas, sacrificadas y sabias que puedan contarlas claramente las hay.  Me gustaría escribir un libro con ellos.  Pero lo que más me gustaría es que todos los niños de Chile tuvieran un ramo obligatorio en el colegio en que se les enseñara de nuestro patrimonio natural.  Que aprendieran a conocer los árboles, las flores, las aves y los animales nativos.  Que los llevaran al bosque, a las montañas y al mar.  A escuchar y avistar aves.  A caminar en silencio por senderos de bosques y selvas. Los seres humanos estamos absolutamente ligados a la Tierra.  Por más que nos creamos modernos y sofisticados.  Por más que la ignoremos y nos hagamos creer a nosotros mismos que la dominamos o que ella está a nuestro servicio.  Por eso los libros del Señor Guardabosques son invaluables para nunca olvidarnos de lo que realmente somos y de dónde venimos.   

domingo, 4 de julio de 2021

La Edad de la Penumbra

 

Hace muchos años, cuando aún existían las tiendas de arriendo de vídeos, un trío de profesoras de un colegio de mi barrio se acercó a una muralla cubierta de copias de La Brújula Dorada de Philip Pullman.   “Esta es la película que está prohibida”, dijo una. “Si, nos dijeron que no hay que verla” dijo otra. Lo que me impresionó fue la convicción con que hablaron. Yo creo que no se les habría ocurrido desobedecer. 

Habiendo sido educada en el catolicismo, más de una vez en mi vida tuve problemas con los dogmas, con la censura y con que me dirigieran la cabeza.  No me acomodaba toda esa cosa tan seria y tan aversa a la celebración, a la alegría y al placer.  Es cierto que tuve una época muy pía, pero eso fue por haberme tragado a Tomas de Aquino en Derecho UC.  Mi piedad se fue extinguiendo a medida que la vida se fue haciendo de verdad. A medida que hubo más qué perder.  Años más tarde, leí al fantástico Hans Kuhn, sacerdote alemán y némesis del entonces cardenal Ratzinger. Kuhn escribió La Iglesia Católica, un libro cortito, que todos deberíamos leer, porque es en realidad un libro de historia. Desde su excomunión, por sus ideas vanguardistas y contrarias a un numero de verdades tan intocables como cuestionables, Kuhn se refiere a la Iglesia con un enorme respeto, con seriedad y con un apego inmenso al verdadero propósito del mensaje de Jesús. 


La Edad de la Penumbra es un libro muy bien documentado, que cuenta la historia de lo que sucedió con el conocimiento clásico y en especial con la filosofía, luego de que Constantino “abrazara” el cristianismo. Cuenta como todo lo pagano se etiquetó de demoníaco y se procedió a borrarlo del mapa. No hubo más risas fuertes, no hubo más espontaneidad. No hubo más festivales ni celebraciones con borracheras. No más sexo por placer, por cierto. No más conexión con los ciclos de la naturaleza ni  divinidad femenina. Por el contrario, la mujer fue investida solemnemente como la culpable de todos los pecados, errores y malas decisiones de los hombres. Había que mortificar el cuerpo y ojalá morir a lo mártir. Es un libro que duele, pero que enseña. Y advierte. No es en absoluto un ataque a la fe cristiana. Pero se hace cargo de hacer saber que las cosas no son como se nos han pintado.  Muchos santos no existieron, muchas historias son mentiras o tergiversaciones convenientes a los propósitos de los líderes religiosos. En un momento, grupos cristianos agresivos e intolerantes generaron un fanatismo que se volvió peligrosamente conveniente a obispos y emperadores. 


Es un hecho conocido, probado y documentado que el cristianismo borró la mayor parte de la herencia clásica y su valor para los hombres.  A veces solos o en alianza con políticos y emperadores, los cristianos barrieron con templos y obras de arte.  Las estatuas de dioses y diosas fueron descabezadas y mutiladas y les tallaron toscas cruces en sus frentes.  Se les consideró ídolos, en el sentido bíblico antiguo.  Se calcula que el noventa por ciento de las obras escritas clásicas se perdió.  Se persiguió a quienes pensaban distinto.  A los filósofos, símbolos del libre pensamiento.  Esos inútiles tipos que discutían y discutían sin llegar jamás a una única verdad.  Se castigó a los dueños de libros.  Se destruyeron y quemaron pergaminos y libros de un valor incalculable. Yo no pude evitar pensar en El Nombre De la Rosa y El Incendio de Alejandría. En el mismo La Memoria Vegetal de Eco, que leí hace unas semanas y que toca el amor por los libros. Porque después de todo, los buenos libros son los que mueven a nuestra mente a ir más allá y nos hacen expandir nuestros horizontes.  Yo desde muy chica leí libros que no debía. Tenía una curiosidad enorme y en la casa de mis abuelos había un mueble con muchos libros y nadie me prohibía nada. Mis niños aprendieron ciertas cosas desde mucho antes que el colegio se las enseñara. Y nunca hubo restricción a ninguno de los libros que hay en la casa. Como yo lo veo, la prohibición de un libro, película o lo que sea, venga de donde venga, siempre será una intervención en nuestra libertad. Y un insulto a nuestra capacidad de pensar por nosotros mismos. Este libro lo confirma. Los siglos de la Edad Media constituyeron un triste estancamiento del pensamiento occidental. Toda cultura que intenta dominar o hacer desaparecer a las otras termina produciendo un estancamiento.  Lo triste es que como especie, parece que aún no aprendemos. 

sábado, 22 de mayo de 2021

Oak


En los últimos meses hemos oido sobre la polémica en Francia por la tala de Robles de más de doscientos años en bosques cercanos a París, los cuales el Gobierno pretende usar para reconstruir la aguja de la Catedral de Notre Dame.  Eso me recordó a El Bosque. Fuera de nuestra vista, pero con la responsabilidad de haber soportado el agudo techo de la Catedral, había una estructura de madera de Roble a la que se llamaba El Bosque. Era como un ático, entre la piedra y el techo y debía su nombre al hecho que, según se había calculado, se habrían usado más de mil trescientos árboles en su construcción. Veinte y algo hectáreas de árboles. Tan antiguas eran las vigas -algunas provenientes de árboles talados entre los años 1100 y 1200- que se piensa que el incendio de la Catedral partió en ese lugar, siendo imposible evitar que la madera que se estuvo secando por siglos ardiera sin control. 

Por eso me acordé de Oak, The Frame of Civilization, otro libro sobre el cual he querido escribir por mucho tiempo.  Lo terminé hace ya casi un año.  De hecho hace un año justo estaba leyéndolo, mientras miraba por la ventana como el Otoño avanzaba y yo no podía ir a recoger bellotas como todos los años.  Lo encontré esa tarde que nos escapamos después de la última exposición del Chile California Conservation Exchange a Point Reyes Station, para alcanzar a llegar antes que cerrara nuestro Templo de la Perdición: Point Reyes Books.  Que dicho sea de paso, ya habíamos visitado unos días antes, por si no teníamos el tiempo para volver.  Pero esa tarde, haber ido con un grupo de amantes de la Naturaleza, fundadores de ONGs y ecoñoños varios a una de mis librerías favoritas, es uno de los mejores recuerdos que tengo del último viaje que pudimos hacer antes de la Pandemia.

Oak fue escrito por William Bryant Logan, un arborista, escritor de Naturaleza con varios libros y premios en el cuerpo y -lo mejor- dueño de una firma que se dedica al cuidado de la salud de los árboles de NY. Este doctor de árboles lleva treinta años trabajando con ellos y estudiando la relación entre las personas y los árboles.  Oak es un libro hermoso.  Es un homenaje, obviamente, al Roble y una historia de la humanidad contada desde su relación con este árbol fascinante, majestuoso, generoso y capaz de haberse adaptado a todo terreno y clima en el hemisferio Norte.  Uno se olvida de que una vez la madera constituyó la mayor parte de la riqueza de tribus y pueblos.  Impresiona leer que desde que se retiraron los glaciares y los hombres comenzaron a establecerse y construir, hemos visto dos versiones del mundo: la de madera y la de carbón y petróleo.  La primera duró doce a quince milenios.  La segunda lleva apenas unos cientos de años.  En la mayor parte del mundo templado, el Roble es el árbol principal del bosque.  En algunos idiomas, el nombre del Roble es el mismo que para los árboles en general.  Hay una cantidad impresionante de apellidos que derivan del Roble.  Es gracias al Roble que los hombres aprendieron la silvicultura.  Y una vez que aparecieron las herramientas de bronce y hierro, el Roble fue el árbol más amistoso para partir y tallar.  Tan flexible como firme.  Logan estudió la distribución de los Robles a través de la historia y se dio cuenta que la distribución de estos ha sido coincidente con el desarrollo de civilizaciones establecidas en Asia, Europa y Norteamérica. Y dice que aunque resultaría imprudente afirmar que la existencia de Robles en tales lugares fuese una condicionante de tales civilizaciones, uno podría pensar que donde hay o ha habido ciudades y culturas que han modelado el mundo moderno, ha habido Robles.  Del Roble se alimentaron generaciones y generaciones de seres humanos. Sí, por mas que hoy día solo los chanchos y las ardillas coman bellotas, ellas fueron la base de la alimentación humana alguna vez. Y todavía se siguen comiendo en Europa y Asia.  También del Roble se hicieron todos los objetos y estructuras que el hombre necesitó para avanzar en la historia. Desde la rueda, pasando por los barcos vikingos, hasta enormes buques de guerra. Con madera de Roble se construyeron redes de carreteras en lo que hoy es Gran Bretaña, cercos, galpones, casas, iglesias y, por supuesto, las estructuras de soporte de las catedrales góticas. También la tinta y el cuero se hacían con productos obtenidos del Roble. 

Es interesante que el árbol del que habla el libro es el de la familia Quercus.  El que en Chile muchas veces se llama Encina, pero que tampoco es la Encina.  El árbol que solemos ver es el Quercus Robur, con sus hojas lobuladas y no el Quércus Ilex, que en España se suele llamar Encina y que no tiene hojas lobuladas aunque sí bellotas.  Tampoco hay que confundirlo con el Roble Chileno, que en realidad no es un Roble, sino un miembro de una familia completamente distinta, la Nothofagus o falsas hayas, o Hayas del Sur, a la que también pertenecen nuestros hermosos Raulíes, Coigües, Ñirres y Lengas.  Pero aún no siendo nativo, es un árbol muy presente en el campo chileno, en los parques de los antiguos fundos, en las calles de Santiago y en muchas casas viejas, de grandes jardines.  Yo desde muy chica he sentido una fascinación loca por este árbol.  Amo como sus hojas de un verde intenso filtran el sol y nos cubren con una sombra verdosa, pacífica y fresca.  Amo las bellotas en el Otoño, con sus sombreritos y sus colores café. Nosotros nos llenamos los bolsillos cuando las encontramos botadas en la calle. Un año tuvimos un cajón-vivero con arbolitos que nacieron de bellotas que trajimos de Las Trancas. Y actualmente tenemos dos en el jardín, de bellotas recogidas en una calle de San Damián hace unos tres o cuatro años.  De verdad, si alguien quiere aprender sobre cómo los hombres hemos atravesado la historia en conexión con la Naturaleza hay que leer Oak. Es una hermosa crónica de una dependencia y una unión que se perdió con el estallido industrial.  Logan dice que en el Roble uno puede observar una serie de características: diversidad, tenacidad, cooperación, flexibilidad, prudencia, persistencia, comunidad y generosidad.  Es verdad que ya no vivimos en un mundo de madera.  Pero yo creo que todavía tenemos que seguir mirando a los árboles y aprendiendo de ellos.  

domingo, 25 de abril de 2021

La Tierra Tiene Un Alma


C.G. Jung fue un intrépido intelectual que me encanta.  Profundo, intuitivo y curioso, metió sus narices muchísimo más allá de la psicología. Estudió miles de sueños de personas, incluidos los suyos, para concluir que ellos nos proporcionan una guía invaluable para llegar a ser la mejor versión posible de lo que somos en nuestro interior. Se construyó una casa-torre de piedra casi a mano, en la orilla de un lago, donde se dedicó a vivir a ritmo humano. Viajó a Africa y a otros lugares remotos para acercarse a los hombres de tribus que vivían aún en forma primitiva, mirado desde la perspectiva del hombre moderno, civilizado. Escribió mucho. Algunos de los textos sobre cómo llegó a sus conclusiones y sobre sus sueños y sus viajes están recopilados en sus memorias, ese libro fantástico llamado Recuerdos, Sueños, Pensamientos, que además de retratar al hombre interesante que fue, proporciona una buena aproximación a lo que es el análisis junguiano y permite entender por qué es tan importante.  

Encontré The Earth Has a Soul en mi amada Point Reyes Books, esa librería independiente, sacada de una película gringa, que abre de lunes a domingo, precisamente, en un pequeño pueblo de Marin County, California.  Cuando lo ví, supe que tenía que llevármelo para leerlo "alguna vez".  Eso fue en el último viaje antes de la Pandemia, en 2019.  Y "alguna vez" llegó este verano, probablemente debido a la terrible necesidad de Naturaleza con qué terminé 2020.  Cuando pasó el año nuevo y pensé que no había vacaciones por delante, me llené de una angustia horrible.  Un verano sin mis árboles y mis montañas de Las Trancas era algo inconcebible. Tan inconcebible, que el Universo mismo conspiró para que lograra pasar unos días allá arriba, después de haber perdido toda esperanza.  Así fue que comencé a leer mi libro en una pequeña cabaña de madera, en medio de un bosque formado por mis Nothofagus favoritos: Ñirres, Coigües y Lengas. Rodeada de volcanes y montañas que aún tienen glaciares en sus partes más altas.  Inmersa en el canto de todo tipo de aves, incluyendo mis amados Carpinteros y el esquivo Chucao. Mis días eran largos. Libres. Verdes. Gran parte del día apenas tenía señal de teléfono. Nada de wifi. Creo que es por eso que pude apreciarlo tanto. 

Lo interesante de The Earth Has a Soul es que es una recopilación de ensayos, conferencias, seminarios, cartas y extractos de escritos de Jung que giran en torno a la relación del hombre con la naturaleza, la tecnología y la vida moderna.  La autora es Meredith Sabini, una psicóloga, ensayista y poeta, que fundó el Dream Institute of Northern California, en Berkeley. Tengo que reconocer que no entiendo completamente todo, porque no he estudiado psicología, ni sé mucho de los mitos antiguos, que son importantes en el universo Jung. Sin embargo, no hay que tenerle miedo. Es un libro que cualquiera puede leer y entenderá la idea principal. El mensaje poderoso: El hombre no estaba preparado para ser "tan" civilizado tan rápidamente. En el curso de la evolución, desarrollamos una conciencia. Nos volvimos racionales. Y sí, tenemos una conciencia más desarrollada que nuestros antepasados, pero al mismo tiempo, conservamos en lo profundo de nuestra psiquis lo instintivo y lo "irracional". Y no debemos olvidarlo ni hacernos los tontos con su existencia. Más encima, dejamos atrás lo rural, nos desapegamos de árboles y animales y nos desconectamos de los procesos cíclicos de la tierra. Nos auto desterramos de la Naturaleza. Para peor, definimos que el hombre moderno conquistaría la Naturaleza. Pero no hay tal. No existe la conquista de la Naturaleza por el hombre. Sólo existe la arrogancia y la ceguera de nuestra especie. Somos el enemigo.             

De vuelta en el encierro, me refugio en el verde que queda en mi jardín, entro en la energía del Verano que termina y siento que ya viene el Otoño. Me quito los zapatos y pongo mis pies pelados en la tierra.  Me pongo a pensar. Nos creemos civilizados. Despreciamos la simplicidad y la superstición de los pueblos primitivos. Aunque pareciera que con todas sus limitaciones y sus vidas desconectadas de lo moderno, ellos sienten un propósito y una plenitud que nosotros hemos perdido. Nosotros estamos rodeados de máquinas, automatizaciones y tecnología. Pero dormimos mal y tomamos pastillas para estar tranquilos. Pastillas para ser felices. Es difícil saber si los miembros de las tribus que visitó Jung están mejor que nosotros. Pero lo que sí se sabe hoy día es que nada de lo que nuestra mente racional ha podado de lo instintivo y animal ha desaparecido. Nuestras raíces en el mundo natural viven sumergidas en el vasto océano de nuestro inconsciente. Ese mundo que nos regala sueños e intuiciones que no son magia ni casualidad, sino un GPS al que debemos seguir y conocer a fondo. Jung dice que la Tierra tiene un espíritu propio. Un alma. "Nature is an incomparable guide if you know how to follow her". Tenemos que volver a conectarnos con la Naturaleza. Con las estaciones del año. Con los ciclos de vida, muerte y renacimiento. Con nuestros sueños. Con nuestras intuiciones y corazonadas. Todos podemos hacerlo a nuestra propia manera y con los medios que tenemos a mano. Lo importante es hacerlo. Porque de esa conexión depende que seamos más sabios, más integralmente humanos. Mucho más simples. Y yo diría, más felices.

lunes, 5 de abril de 2021

La Memoria Secreta de Las Hojas

Llevo ya años prometiéndome escribir sobre La Memoria Secreta de las Hojas. O Lab Girl, según su título en inglés.  Este es uno de los pocos casos en que la traducción del título en inglés es más hermosa que el original.  Cómo no correr hacia un libro con ese nombre. Hojas, memoria y secreto, todo en un mismo lugar. Suelo recordar siempre el momento y lugar en que encontré un libro.  Este estaba en la mesa de novedades de la Librería Antártica del Costanera Center. Cuando no había que esperar turnos ni bañarse en alcohol gel para entrar a una librería y perderse entre sus pasillos y repisas. Visitar librerías, tomar libros, voltearlos, abrirlos y, muchas veces, olerlos es algo que extraño terriblemente. Comprar online asegura la tranquilidad de no perder el libro que uno busca, pero no tiene la parte más importante. La aventura de buscar. La alegría de encontrar. La emoción del proceso y no solo del resultado. La magia.

La Memoria Secreta de las Hojas es un libro mágico.  Junta a la ciencia con el mundo vegetal y con los seres humanos. Trata sobre corazones apasionados.  Almas porfiadas, llenas de amor por los árboles y por las maravillas de la Madre Tierra. Trata sobre pasados dolorosos y Amistad con mayúscula. Sobre llegar hasta el límite y desde ahí seguir insistiendo sin descanso. Alguien, quizás con el ánimo de atraer lectores, compara a Hope Jahren, su autora, con Oliver Sacks, mi neurocientífico favorito y autor de algunos de los libros más bacanes que he leído sobre el cerebro y la mente. Pero habiendo leído su buen poco a Sacks, estoy de acuerdo en que ambos logran hablar de la vida y las personas a través de la ciencia, pero sus estilos son diferentes. Oliver Sacks es formal y hasta poético. Hope Jahren escribe con poesía sobre las plantas, pero de la vida humana escribe a tripa abierta y con un lenguaje fantásticamente directo.  Ella es una científica destacada y ganadora de premios glamorosos, pero explica el backstage de esos logros de una manera que impresiona y conmueve. Hacer ciencia y dedicarse a ella es un camino de vida más parecido al montañismo que a la investigación.

Una de mis frases favoritas de Hope Jahren es que las personas somos como las plantas, porque crecemos buscando la luz. Me hizo pensar en una frase hermosa que me llegó mientras atravesaba el desierto buscando la forma de salir de mi trabajo anterior. La frase decía "Cuando el árbol se ha esforzado en buscar la luz cada vez más alto, más fuerte es su raigambre. Más es producción de vida. Más imponente es su figura en medio del bosque".  Me llegó en ese momento como un regalo. Como una antorcha para iluminarme y una manta para abrigarme en esas noches oscuras.  Porque más allá de lo qué nos han hecho creer, la vida no es rápida. Los logros no vienen sin exploración ni trabajo duro. Los nuevos horizontes no se abren sin jugarse el todo por el todo, saltando al vacío cuando encontramos el momento adecuado.  Dice Jahren: 

"Una semilla sabe esperar. La mayoría de las semillas esperan un año antes de empezar a crecer; una semilla de cereza puede esperar hasta cien años sin ninguna dificultad. ¿Y a qué esperan exactamente? Cada semilla aguarda a que suceda algo, y sólo ella sabe qué es. Debe darse una combinación combinación única de temperatura, humedad y luz, junto a otros factores adicionales para convencer a una semilla de qué salte al exterior y se decida a cambiar.  Para qué aproveche su única oportunidad de crecer.  Si te adentras en un bosque, es muy probable que tiendas a mirar las plantas que han crecido muy por encima de la altura de los humanos. Posiblemente no bajarás la vista al suelo, pero justo ahí, bajo tus pies, se encuentran centenares de semillas, todas ellas vivas y a la espera.  Ellas aguardan una oportunidad que posiblemente nunca llegará. Más de la mitad morirán, antes de sentir que han llegado a alcanzar esa combinación única que estaban esperando, y en el curso de unos años terribles no sobrevivirá ni una sola. Cuando vamos a un bosque, por cada árbol que vemos, hay por lo menos un centenar esperando en la tierra, ansiando salir a la luz. ... Todo comienzo es el final de una espera. A cada uno de nosotros se nos ha concedido una única oportunidad de existir. Todos somos algo en esencia imposible y a la vez inevitable. De la misma manera que todo árbol repleto de frutos fue antes una semilla que aguardaba su momento."   

Cada capítulo del libro comienza con una hermosa introducción que es en realidad una mezcla de lección de botánica e historia natural y reflexión qué contagia el amor y la admiración que Hope Jahren siente por las plantas.  Yo tengo marcadas todas esas partes con banderitas de colores, porque cada vez que las leo, siento la misma admiración por los misterios del mundo vegetal.  Y pienso en mis amados gigantes de Rucapirén, con sus cientos de años y sus metros de diámetro.  Con sus cicatrices y sus formas imposibles, que les permitieron, sin embargo, llegar a la luz y alcanzar varias decenas de metros.  Pienso en ese Roble que creció en el pequeño espacio entre las raíces de un Coigüe centenario, como un hijo adoptado. En la esperanza de los renovales y en las semillas que cada verano los que amamos ese lugar especial, intentamos salvar de la destrucción por ciclistas y caminantes que no respetan el sendero. Mi copia de La Memoria Secreta de las Hojas está carreteada y tiene la cubierta arrugada porque una vez le cayó café. Pero cada vez que voy a ponerlo en la repisa de mis libros favoritos me arrepiento, y lo traigo de vuelta a mi velador. Hasta hoy pensé que era para recordarme escribir sobre él. Pero ahora, escribiendo esto, me doy cuenta que lo que ocurre es que no me gusta tenerlo lejos.  Es definitivamente uno de mis libros favoritos de la vida.  Me conecta con el Verde de la vida y siempre tiene algo para decirme, para inspirarme y para guiarme. 

 

martes, 23 de marzo de 2021

Equinoccio

 

Nací el último día del Verano. Con la energía del Equinoccio de Otoño. Mañanas frías, mediodías calurosos. Levantarse de noche. Días que se acortan.

El Otoño es la estación de la cosecha y la preparación para el Invierno. La frase Winter Is Coming no la inventó George R.R. Martin. El Otoño es la estación que nos prepara para el gran sueño del Invierno.  Es como el atardecer, que nos recuerda que es hora de entrar y ponernos a cuidado de la noche, la oscuridad y sus monstruos y demonios. Es, en cierta forma, el atardecer del año, que despierta con la Primavera y su explosión de colores y vida.  A mi me gusta el Otoño. Me gusta caminar por las calles bajo los cielos de Abril, que son azulinos y transparentes.  Aunque ya no lo haga muy a menudo.  Me gusta el Otoño porque no me cuesta ir hacia dentro. Es algo qué disfruto y necesito.  Es adentro donde exploro posibilidades y riesgos.  Donde surgen mis sueños y voladas.  Donde, luego de los largos días del Verano, nacen mis metas y proyectos.  Es como un caldero de bruja qué siempre tiene una cazuela humeando.  

Se va terminado Marzo y yo miro mi huerto, ya lleno de flores y ramas amarillentas.  Quedan los últimos tomates, de los almácigos qué planté más tarde, unas acelgas y unos pimentones.  Pienso en lo feliz qué fui plantando cada semilla; trasplantando cada almácigo a su lugar definitivo. La satisfacción y el amor por cada hoja de lechuga qué llegó a la mesa.  Ahora con Juan Luis estamos en el proceso de guardar semillas.  La Tierra es en verdad maravillosa. Después de darle el bajo a Las Tinieblas y el Alba estas vacaciones, comencé a leer The Earth Has a Soul.  Uno de esos libros que compré en mi amada Point Reyes Books y que se dejó leer cuando él lo quiso.  Se trata de una compilación de material de C.G. Jung sobre la Naturaleza, la tecnología y la vida moderna y sus efectos en las personas.  Es impresionante leer entrevistas y ensayos de los años 30, 40 y 50, que parecen describir las mismas cosas de las que nos quejamos hoy.  La falta de tiempo, la esclavitud de la tecnología, el apuro extremo.  La vida urbana sin verde.  La vida sin tierra propia.  La terrible separación  de lo natural, de lo primitivo, de lo instintivo. De lo qué nos hace ser humanos.  Al parecer, el hombre no estaba preparado para ser tan "civilizado" tan rápido.  No resulta extraño entonces que durante el año pasado tanta gente se haya refugiado en sus jardines. Que hayan aumentado los huertos. Y los panaderos de masa madre. Todos son procesos lentos, ciclos naturales que no podemos apurar ni eludir.  Menos pretender controlar. Y sin embargo a ellos llegamos en busca de las certezas perdidas con la pandemia.

Jung pasó los últimos años de su vida en una casa de piedra construida por el a orillas de un lago.  Cortando la leña y oyendo el silencio. Viviendo en cámara lenta.  A escala humana.  Mientras leía sus escritos, yo hacía pausas para mirar las nubes moverse en el cielo. Para mirar las hormigas caminando por el pasto. Para sentir el paso de las horas sin apuros ni exigencias.  Para meditar y comprender y comprenderme.  Para alcanzarme y permitirme una pausa.  Para perderme en un bosque de árboles antiguos y encontrarme en las respuestas qué había estado buscando mucho tiempo.  

Me gusta el Otoño porque es elocuente. Es dramático. Las hojas se caen. Se deshacen. Desaparecen. Pero también me gusta porque en él suceden cosas bonitas.  En unos días comenzarán a aparecer en mi jardín hojas de una Haya que sin ser tan vecina, las deja volar hasta mi para que yo las disfrute. Mi hermoso Acer Japónico cambiará de color y luego quedará desnudo. Mis Ampelopsis llenarán las murallas de todos los rojos del mundo. Habrá semillas secas para guardar y plantar cuando termine el Invierno.  Son estas cosas gratuitas, simples, tan al alcance de la mano, lo que nos hace conectarnos con la Naturaleza y con nuestro lado más antiguo. Nuestro lado más primitivo y despojado.  Son cosas que nos gustan porque, al final, seguimos maravillándonos con los misterios de la vida y sus ciclos. Con las cosas que a pesar de todos los avances y de todas las maravillas tecnológicas, siguen escapando a nuestro entendimiento, nuestro control y nuestro dominio.  

En Busca del Arbol Madre

Con en Busca del Arbol Madre, de Suzanne Simard, pasó lo de siempre. Si un libro no llega de una forma, llega de otra, pero encuentra su cam...