Con en Busca del Arbol Madre, de Suzanne Simard, pasó lo de siempre. Si un libro no llega de una forma, llega de otra, pero encuentra su camino para que lo lea y haga algo con él. Recuerdo haberlo encontrado en Amazon, en inglés, durante una cuarentena del año pasado, pero quedó en una wishlist que nunca llegué a ordenar. Cuando este verano partí con mi canasto recolector a la Bros de la esquina de mi casa, apareció, traducido. Como si hubiera sabido cuándo sería su momento, comencé a leerlo en camino a uno de los bosques más lindos que he visitado en mi vida. Un bosque húmedo, oscuro y selvático, salpicado de árboles antiguos que vigilan y protegen toda la vida qué existe a su alrededor.
Quizás porque las mujeres tendemos a ser menos compartimentalizadas mentalmente, pocas veces separamos el trabajo del resto de la vida. Solemos mezclarlo todo y entonces mientras trabajamos también hacemos en nuestra cabeza la lista del supermercado. Tal vez sea porque aún a pesar de los tiempos actuales, las mujeres profesionales con hijos suelen estar a cargo de los niños, por lo que nunca separan su conciencia de trabajadora de la de madre. Pero aún sin hijos, o con los hijos más autosuficientes, como es mi caso, y post-pandemia, trabajo y vida personal se superponen, con todo lo bueno y lo malo de la majamama. En este libro se ve eso. La vida de científica de la autora aparece totalmente entrelazada con los sueños e hitos de su vida personal de una manera conmovedora y absolutamente inspiradora.
Suzanne Simard desciende de una familia de leñadores de la Columbia Británica en Canada. Por generaciones su familia vivió de cortar árboles antiguos y vender su madera. Lo hacían a fuerza humana y por ello a escalas sostenibles, según una mezcla de observación empírica, tradición oral e influencia de pueblos originarios que vivieron entrelazados con el entorno natural. Fiel a su linaje, Simard estudió silvicultura y comenzó a trabajar en la industria maderera hasta que su ADN entró en conflicto con las prácticas forestales estatales: la tala total de paños enormes de bosques, el uso brutal de herbicidas y la filosofía de la competencia como fundamento del monocultivo de especies de crecimiento rápido. Simard sabía que ese no era el camino y optó por salirse del juego, pensando que sus intuiciones, confirmadas por sus progresivos hallazgos y sus experimentos de resultados casi incuestionables, le permitirían dar vuelta las prácticas de la industria. El libro narra entonces como emprendió un camino de vida consagrado al bosque y montaña arriba, literalmente, para hacerse oir entre las ansias del estado por las ganancias de la explotación de especies de crecimiento rápido a escala industrial, los intereses corporativos de forestales y agroquímicas y el desprecio a sus méritos por ser una mujer joven y atractiva. La autora nos muestra al bosque no como un mero conjunto de árboles, sino como un ser vivo complejo, un sistema interconectado de vida por donde transitan no solo elementos químicos, sino también la sabiduría qué acumulan los árboles ancianos y traspasan a los más jóvenes, día a día, pero en especial, cuando se dan cuenta que están cerca de morir. "El bosque está conectado para saber, para sentir y para curar. Este no es un libro sobre cómo podemos salvar a los árboles, sino como ellos pueden salvarnos a nosotros." Recordé mi tristeza al volver a Yosemite 15 años después de la primera visita y encontrar el valle salpicado de pinos muertos, víctimas del escarabajo de la madera. Me consuela haber aprendido en este libro que esos pinos enviaron ayuda a sus parientes y a otros árboles de su comunidad cercana antes de morir y que gracias a ellos no han muerto ni morirán todos.
Siempre me fascinaron los árboles. De chica, en mi jardín había tres abedules. Eran mi bosque propio. Paseaba entre ellos, arrancándoles la corteza blanca delgada qué se les soltaba, y cuando sus semillas alargadas ya estaban secas, las apretaba entre mis dedos para dejarlas volar y caer al pasto. Un día, los atacó una enfermedad y mi papá los tuvo que cortar. Sentí una pena inmensa. De más grande, descubrí que el Olivo de Bohemia era un lugar fantástico para subirse a contemplar la vida en esos dias de ocio y sol de las vacaciones de invierno. En la casa de mi abuela había un enorme Abeto en el extremo norte del largo jardín. Había sido un pino de Navidad y alrededor suyo dábamos la vuelta en nuestras carreras en bicicleta. Vagué toda mi adolescencia por la cancha de golf del Sport Frances, esquivando pelotas asesinas entre los troncos de los árboles más grandes. En su mayoría eran Pinos, Castaños, Cedros, Abetos, Eucaliptus y Redwoods. Alrededor de las acequias que llevaban el agua a las lagunas había sauces grandes, que le daban a la cancha un aire de campo. Había también había un enorme Nogal, hasta el cual corríamos en las actividades de verano. Y en el pequeño cerro que había al interior del club había Almendros y Manzanos de donde sacábamos manzanas ácidas que comíamos cuando salíamos a jugar temprano en las mañanas. Un año, al terminar el verano, decidí recolectar tesoros de ese mundo y ponerlos en un frasco de vidrio verde con una tapa de corcho. Adentro había castañas, almendras, semillas de Eucaliptus, palitos, piedras, hongos secos, plumas y hojitas lindas. Ese frasco me acompañó por muchos años. Lo llevé a los diferentes lugares donde viví y trabajé. A veces lo tomaba y lo giraba contemplando todo lo que estaba adentro. Otras veces lo abría y olía el aroma del Eucaliptus que aun sobrevivía. Fue mi cable al Bosque cuando estaba atrapada por todo a mi alrededor.
Al final, todo está entrelazado. Formamos parte de familias, comunidades y de la Tierra misma. Mirar a la Naturaleza como un otro es un error garrafal que nos está costando la vida. Mientras persista esa visión seguirán ocurriendo brutalidades ambientales. Cerca del final de su libro, Suzanne Simard mira atrás. "De algún modo con mis cuadrados latinos y mis diseños factoriales, con mis isótopos y mis espectrómetros de masa y con mi formación que me llevaba a tener en cuenta únicamente lo que superaba la clara línea de la diferencia estadísticamente significativa, he cerrado el círculo y he ido a dar con algunos ideales indígenas, como que la diversidad es importante y que todo el universo está conectado: los bosques y las praderas, la tierra y el agua, los espíritus y los vivos, las personas y el resto de las criaturas."